—«Hace más de trescientos poemas que no escribo la palabra horizonte. Por algo serás». 'Será', en "Pintura roja y papel de fumar".
Vivo en un barrio viejo. A dos manzanas de casa hay una iglesia que dicen que lleva abierta desde hace siete siglos, o más. Esta mañana, la mañana del día de Navidad, los contenedores de basura parecían llenos de cajas vacías de juguetes,papeles de regalo arrugados, y cabezas de gamba. Había llovido, y en mi calle había tres todoterrenos de esos negros y brillantes, con las ventanes empañadas y el tubo de escape vomitando humo que se caía al suelo por la humedad. A cada coche subía, no sin cierta dificultad por la altura del vehiculo, un anciano —o dos—, luciendo lo que presumo serían sus mejores galas. Sus hijos o hijas los vienen a recoger para la comida de Navidad. Arrancan calle adelante, uno detrás de otro, como se tiran al agua en la natación sincronizada, dejando tras de sí un rastro de cascabeles. Todas las tiendas, todos los bares, tienen la persiana bajada. Excepto la de los chinos, donde las luces de colores eran lo único que te saca de la película en blanco y negro. Día santo, día de azúcar. En la esquina, un compadre revuelve en los contenedores apartando los papeles con una varilla con un gancho en un extremo. Luce un gorró de Papá Noel, mojado, y canta algo que no alcanzo a entender.
La mañana de Navidad, papeles de regalo arrugados y ancianos que suben a todoterrenos negros. Que llueva.