—«Hace más de trescientos poemas que no escribo la palabra horizonte. Por algo serás». 'Será', en "Pintura roja y papel de fumar".
Uno se plantea, o debería, de entre la multitud de cruces de caminos que componen una vida, cuáles han sido los correctos, cuales los equivocados, y qué destinos hubiesen sido alcanzados en caso de haber tomado otras decisiones diferentes de las que un día elegimos tomar.
Ustedes dirán, no sin razón, que para albergar tales dudas uno ha de ser, en gran medida, fatalista —en el sentido filosófico del término—, o al menos un tanto patético —de aquel que cree en el pathos, en el destino—. Y tendrán razón. Pero incluso el más recalcitrante empirista de ustedes, aun jactándose del consabido «ver para creer», habrá ojeado en secreto algún horóscopo, o habrá vuelto la cabeza al pasar cerca de un viejo amor, imaginando por un momento, qué hubiese sido de él, y de esa otra persona, si la cosa no hubiera sido como fue.
Uno, un don nadie, lo sabe. Y por eso uno se maravilla ante uno de los paradigmas que ofrece —entre multitud de desgracias de tamaño similar— la tecnología moderna… Aunque no siempre es así. Uno se refiere, como debes haber adivinado, al famoso undo, también conocido como control + z. Se trata de uno de esos procedimientos a los que nuestros dedos, más hábiles en el homo post-sapiens que en el propio homo habilis, se han acostumbrado, y que deshace —oh maravilla, oh albricias— la última acción realizada en un ordenador estándard: que se borra un texto por error, CRTL+Z; que aquella foto en la que tanto hemos trabajado se oscurece, CRTL+Z; que nos gusta más el diseño anterior que éste, CRTL+Z… No es un santo grial de la torpeza informática, evidentemente, pero nos permite retroceder hasta el cruce de caminos inmediatamente anterior. ¿Alguien puede ofrecer más?
Uno se pregunta y, por extensión, invita a la cuestión, sobre cuál seria el primer undo que usted se aplicaría a sí mismo. Cuál sería la primera decisión que desviaría hacia un destino, hado, camino, desconocido, pero distinto al fin.
Uno (vaya, yo, y no sé si usted también) cree tenerlo claro: desandar la calle de la amargura hasta que se quede en «amar», y luego tomar el camino que pone «-te».