—«Hace más de trescientos poemas que no escribo la palabra horizonte. Por algo serás». 'Será', en "Pintura roja y papel de fumar".
Conocí a una mujer que veía desde su ventana cómo despegaban los aviones. Y los veía aterrizar, también. Observaba las maniobras detrás del cristal, una atalaya sobre el ciclo aéreo de despegues y aterrizajes, un nido sobre los mapas aéreos. De día, estelas blancas. De noche, luces intermitentes. Se mordía el labio y me preguntaba quien era yo. Aparte de eso, mareas y tormentas, tempestades de rizos negros en las almohadas, y planes de vuelo trazados con arañazos. Nos conocimos haciendo escalas entre librerías y escalones, entre frases digitales y caricias analógicas. Ella no sabía pedir, sólo dar, pero maniobraba hábilmente entre las palabras y los pañuelos al cuello. Escribía cuentos de mujeres de perfecta imperfección, de príncipes azules enfundados en Armani, de talones destrozados por zapatos de tacón, siempre que fueran de Blahnik o de Cenicienta, y acabaran subiendo a un Cadillac que derrapaba arrastrando una ristra de latas. Pero de tanto ver aterrizar aviones -y de verlos despegar-, decidió que no quería ser nunca más una escala, si no un destino. Y deseó que aterrizaran todos los aviones y que nunca despegara ninguno más. Y como yo andaba en el aire, vuelo circular con el depósito de combustible vacío y con el tren de aterrizaje averiado, se fue, no podía ser de otra manera, dando un portazo como cualquier rubia despechada de las películas de los cincuenta. La última vez que la vi le brillaban los ojos como nunca.
Un día, cociné para ella y comí solo.