Tus ojos, mis manos, y otros desiertos.

—«Hace más de trescientos poemas que no escribo la palabra horizonte. Por algo serás». 'Será', en "Pintura roja y papel de fumar".


 

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Te digo que pisamos, casi sin darnos cuenta,
con nuestros pies descalzos, por encima
de un compuesto plástico coloreado: una formación
de tallos y hojas que asoman por encima
de un manto granulado, diseñado para parecer
una hierba capaz de sobrevivirnos a nosotros
y a todas las generaciones venideras.
Te digo que alguien se dedica, casi a diario,
a regar esa superficie, para insistir
en el trampantojo; tal vez crean que crecerá,
que enraizará. Te digo, aunque ya seguro sabes,
que he visto al mismo tipo aplicando,
en los bordes de esa superficie, algún tipo
de herbicida. Matando la hierba natural.
Me dices que se verá verde aunque no llueva,
que los hijos de nuestros hijos la verán
del mismo modo. Te digo que el plástico
de nuestros zapatos y el de la hierba son casi
la misma cosa, y te digo que quedamos doblemente
aislados del suelo y del magnetismo. Y ahí estamos,
te digo, los dos, abrazados sobre la hierba
artificial, preguntándonos tal vez
sobre la artificialidad del abrazo,
de la ropa, o de la ropa interior, o de la piel,
o de lo que quiera que haya en el interior
de la piel. Te digo que acaricio esa hierba
como quien acaricia el lomo de un animal
paciente y silencioso. Me dices que cuesta
distinguirla de la verdadera. Te digo que sí,
que seguro que han pensado en todo: que bajo
las hojas alargadas que apuntan al cielo,
sobre el mantillo de caucho molido, se afana
un ejército de insectos sintéticos: hormigas
metálicas, caracoles de cerámica y escarabajos
de plástico negro y mate, animados por baterías
inagotables, impermeables. Te digo incluso
que ingenieros y botánicos calcularon la exacta
flexibilidad de las briznas, para que cedan al viento,
o a mi mano, y luego se incorporen despacio,
coordinadas como un ballet bien ensayado.
Alguien que pasa —yo mismo, que paso, a lo lejos—
grita —me grito— que la hierba artificial
es un objeto artístico ¡Cómo el retrete de Duchamp!,
dice —me digo—. Arti-ficial. Tomo tu mano
para no perder el equilibrio, como si tu mano
fuera lo único real en diez millas a la redonda.
Te digo que, en el campo contiguo, están instalando
más hierba artificial. Hay un plan secreto
de todos los gobiernos para convertir el mundo
en una gran alfombra verde de hierba sintética,
excepto en el asfalto de las carreteras
y en el fondo de los mares, que acabarán
revestidos de pequeñas baldosas azules
y rectangulares. Te digo, pues, que unas máquinas
vagamente parecidas a las apisonadoras
extienden rollos de hierba, en paralelas
anchas y perfectas. Detrás, un ejército
de operarios —tú, yo, él, nosotros—
se encarga de que no se noten las junturas.
Te digo que nosotros mismos ocultamos la sutura,
disimulamos la costura, y luego nos convencemos
—tú, yo, él, nosotros— de que nunca existieron.
Te digo que me tumbo boca abajo, te digo
que tú también hundas tu rostro en esa
superfície de plástico erizado, por si nos contagia
algo de su perfección fabril, por si le inoculamos
algo de lo quebradizo de nuestros huesos,
o simplemente, por si se ve algo, acaso submarino,
bajo esa epidermis sintética. Te digo
que rodemos hasta quedar de espaldas al suelo
para especular juntos sobre la veracidad de la nube,
para descifrar el pantone del cielo de la tarde,
para intentar hallar el copyright del aliento.
Entonces me miras, me dices de lugares, no lejanos,
donde la hierba es cierta, fractal y despiadada,
como sólo puede ser la hierba prometida. Te digo,
mientras con una mano toco tu rostro
y empeño la otra en el trabajo imposible
de arrancar del suelo un puñado de hierba
artificial, que no debería haberme mostrado
tan ingrato con la alfombrilla de la entrada
de tu casa.

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Off-Black-Artificial-Grass-Side

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Esta entrada fue publicada el junio 14, 2016 por en Uncategorized.
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