—«Hace más de trescientos poemas que no escribo la palabra horizonte. Por algo serás». 'Será', en "Pintura roja y papel de fumar".
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Voy en el tren. O vuelvo.
Y me asalta un recuerdo
que se había sepultado
en cualquier pliegue
de la memoria.
Yo tenía cinco, seis, tal vez,
y quería ser Walt Disney.
Dibujé un castillo. Y pregunté
a mis compañeros de aquella clase
gris de plomo y de tiempo
quién, de mayor, vendría
a vivir conmigo
a mi fortaleza inventada.
Algunos escribieron su nombre
con letra redonda y acuática.
Al cabo de unas horas
varios de ellos esbozaban
en sus cuadernos casas,
palacios, naves de tres palos,
y pasaban por los pupitres
recogiendo firmas a futuro.
Mi castillo era mucho mejor
que cualquier dibujo ese día.
Pero sólo se apuntaron cinco
junto al foso del portón.
Incluso, luego, un par de ellos
se tacharon de la lista.
Llego a mi estación,
cierro la puerta de mi segundo
sin ascensor: setenta metros
cuadrados y desiertos. Hoy sé
que Walt Disney era un cabrón
y que, probablemente,
ni siquiera está congelado.
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